domingo, 1 de enero de 2012

Cuento de Año Nuevo


Iba yo corriendo, -¡dále que te pego!-, y no dejaba de correr detrás de un viejecito encorvado que tenía unos números, bastante borrosos, por cierto, pintados, o cosidos en la espalda de su camisola color ala de mosca. ¿Sería un escapado de presidio? No, porque en ese caso tendría que llevar la clásica indumentaria a rayas horizontales de los reclusos, tal como salen en las historietas, u otra prenda distintiva.
Lo curioso era que el hombre parecía ir muy despacio y yo, que corría a toda velocidad, no le alcanzaba. Ahora bien, ¿por qué perseguiría yo a ese buen señor? ¿Estaría llevándose algo que me había pertenecido, que nos había pertenecido a muchos? ¿Parte de nuestra vida, de nuestro tiempo, quizás?
Hacía frío, a veces hacía calor, otras llovía y yo no me mojaba ni sentía frío ni calor, ni transpiraba, a pesar de que corría con ganas.
Pero no conseguía acercarme al viejecito, que contra toda lógica parecía estar al alcance de mi mano. Me acordé del siempre lejano, inaccesible castillo de la novela de Kafka y del via crucis del pobre agrimensor, tratando de llegar a él a toda costa y sin ninguna posibilidad de lograrlo.
Por el rabillo del ojo veía a otras personas, coches y otros vehículos, árboles, faroles, escaparates, niños que parecían ir al colegio, o salir de él, perros callejeros, un menesteroso en una esquina, un policía con su uniforme azul y su gorra de plato.
Lo veía todo como si fuera muy miope y no llevara puestas lentillas ni gafas. Debía padecer, además, algún tipo de daltonismo, porque el tono dominante era el gris ratón.
El anciano no perdía ripio, mientras que a mí me costaba muchísimo avanzar. Me pesaban las piernas, como si fueran de plomo. El viejecito se adentro súbitamente en una neblina tan espesa como la que los ingleses llaman “puré de guisantes”.
De pronto se cruzó en mi camino una señora madura, alta, quizás no distinguida, pero tampoco ordinaria. Tenía el pelo del mismo color del acero y los ojos entre azules y grises, fijos y tristes, insondables: los ojos de los que ya lo han visto todo. Vestía de gris y llevaba en los brazos algo parecido a un pequeño paquete.
Se acercó a mí y me pasó el fardo, nunca mejor empleada la expresión. ¡Contenía un niño recién nacido! Sobre su ropita de lana azul de bebé campeaban unos números en fúlgido escarlata. Lo estreché contra mí. La señora me dijo en voz baja:
- Ahí está. El nuevo. Va a ser muy bueno. Vívalo a conciencia.
- Pero, ¿durará?  Los mayas dijeron…
- ¡A los mayas que les den dos duros, o dos euros, ahora!
Un relámpago tiñó el cielo de azul por unos instantes. Acto seguido, todo se nubló, para despejarse enseguida. Me desperté. Me había quedado dormido en mi silla de lona verde de director de cine frente a una copia hecha por mi abuelo del famoso cuadro de la chica morena con el cántaro azul de Romero de Torres.
Me acordé inmediatamente de aquella obsesionante película que protagonizaron Edward G. Robinson y Joan Bennet y dirigió Fritz Lang en 1944, basada en la novela “Once off Guard” de S. W. Wallis, que todavía puede verse en cine clubs y en la televisión: “La mujer del cuadro” (“The woman in the window”).
El fatalista recorrido del infeliz protagonista llega a su término cuando se despierta cómodamente arrellanado en una butaca de un salón de su club, frente a un retrato de una bellísima mujer -como pintado por Winterhalter-, punto de partida del film, considerado como uno de los mejores de Lang.
Todo había sido un sueño.

©  José Luis Alvarez Fermosel

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